A Ana Isabel Barcina.
A Ranedo y al valle de Tobalina,
a sus gentes y estén donde estén,
a mis recuerdos.
Viví la palabra pueblo y conjugué el cántaro
con la voz de las
aguas, de la azada y de la huerta,
del pozo en la plaza,
de la fuente honda
o del olmo partido por
el rayo y de la casa del maestro
en aquella época en la
que tenía unos dedos largos
en forma de avellano.
Tal vez me despedí
demasiado pronto de la luz
o de la timidez de
sus estrellas
y aunque no fui
consciente ni tampoco lo deseaba,
dejé marchitarse en un
rincón,
mi dorada
adolescencia,
pero estoy empañada de
esa nube
que me llueve por
dentro
y me grita desaliño y
merendola
y bicicleta y tocadiscos
y quiero correr y me
descalzo
para saberme tierra,
flor o piedra
-en realidad me da lo
mismo-
y voy hacia ti y
desaprendo para entonar, amiga,
contigo, siempre
contigo, esa canción
que me vuelve a saber
a cereza, a ciruela,
a travesura y guiño
en la sombra mullida
de aquel frondoso tilo,
de nuestro amado tilo.
Puede ser que la vida
nos recoja o que al fin nos desconozca,
también puede que nos
asuste o nos invada
o que de repente, nos
invite a arrepentirnos
o a inventarnos y
reinventarnos cada día,
pero hoy sé que no me
importa
porque nos entrega el
tiempo
y el tiempo, amiga
mía, es peregrino en los labios del deseo
y se pliega y se
despliega ante tus pies, si se lo pides
y agradeces con la
magia y la inocencia de los niños.
Y ahora son las mismas
huellas de ese tiempo,
y el musgo, y las casas,
y las gentes y sus fiestas
quienes me hablan de
ti y de mí
y de su paso liviano
que nos permitió ser,
así, sin más
calificativos,
ser lo que en esencia,
en pura esencia siempre fuimos.
(Me detengo un momento a contemplarte.
Eres parte inconfundible en mis recuerdos.
El silencio me habla de ti
y mientras lo escucho,
me brotan los versos a golpe de sonrisas
y suspiros).
Miro al cielo, al
viejo campanario
y escucho a las ranas
en la misma charca,
con la misma oración
que unifica los misterios
de los mientras con
algún primer beso de amor
que ya parece quedar
demasiado lejos
y de repente,
sobrecoge.
La cebada amarillea por los campos.
La cebada amarillea por los campos.
Los perros caminan al
encuentro de la noche
y la Vía Láctea
aparece solemne
queriéndonos mostrar
ese latido que nos une
y que nos mueve y nos
conmueve
y que se expresa en
sensaciones huyendo del color
descolorido que le
brindan las palabras.
La luna, como cada
noche,
más humilde o más altiva
nos susurra que hay
ciclos y finales de verano tristes
pero regresa a
nosotras
y nos mira en lo que
parece una distancia larga o infinita.
Soñemos nuevamente con
el silencio, y el grillo y la noche
conversando como
entonces
y dejando que se
expandan sus secretos
porque ahora entiendo
bien lo que dicen
cuando hablan de lo
que de verdad importa, de lo que permanece
y da sentido a la
existencia.
Olga Becerra
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