Nada necesita tanto una reforma como las costumbres ajenas
Mark Twain
Se quedó en el tal vez de una sonrisa.
Allá donde confluyen las poesías con la arena o con
el fango.
Se quedó en el triste portal de alguna espera,
en el pudo, pero no sé,
en el quiero pero no puedo.
Qué nos impide seguir.
Qué es lo que rompe nuestro siguiente paso.
Se quedó bien pegado a su pared llena de cuadros,
con su respeto a aquellos antepasados inquisidores,
inflexibles apestosos,
que llenaron sus miradas con mil conques y
reproches.
¿Dónde te has quedado tú?
¿Dónde me he quedado yo?
Frente a la tele.
Frente a un libro.
Frente al dolor o al abandono.
Me da igual.
Siempre en el mismo lugar del pensamiento.
Sin alejarnos un milímetro
de aquello que quisieron que aprendiéramos desde
tiempos ancestrales.
Nuestros viejos apegos son como las sombras
que nos hacen siempre ver y decir las mismas cosas.
Aquel se quedó en el estudio. En una pose.
Aquella florece cada día en el mismo rencor de
siempre.
La otra prefiere hacer de madre para todos.
El otro no quiso pasar de la frontera de su calle o
su ciudad.
Unas y otros instalados en el chismorreo,
en las alas rotas de aquel sufrimiento,
en las raíces más profundas de sus miedos,
en el glamour primoroso de su tonta vanagloria.
Y así todos nos vamos quedando adheridos a nuestras
propias miserias,
a lo que siempre fuimos y nos negamos a admitir de
nosotros mismos.
Conozco a quien se quedó como la Gioconda
en una posición lejana y bella
y a quien vivió para siempre estancado en sus veinte años.
Así se visten.
Así se peinan.
Y luego vienen las disculpas.
Esto me viene por vía materna
y lo de este dolor pringoso, no lo sé.
No me lo explico.
Este dolor con el que contagio a quienes se me acercan,
no sé de quién me viene, pero está ahí,
siempre dispuesto a entregarse a los demás
por nada
a cambio.
Puede que haya llegado tarde, como siempre.
Pero la costumbre manda.
La costumbre es la reina que me hace sentir bien, si
está conmigo.
Olga Becerra
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