Me manché las manos
y fue el agua purificadora y tibia
la que limpió mi piel.
Entre mis dedos se deslizaba gota a gota
y la retuve entre las palmas
como jugando a sujetar el tiempo.
Era lo espontáneo,
la imprevista decisión
de convertirlas en algo diferente,
en algo parecido a un simple cuenco.
Avecillas y palomas podrían beber sin temor
en mi improvisada y pequeña fuente.
Cuando se me mancha el alma,
es un dolor profundo y sombrío,
misterioso, sin eco en su silencio,
una mañana triste y larga en la que no amanece.
Cuando se me mancha el alma
no hay agua que la limpie,
no hay nada entre mis manos
y en mi garganta se queda el grito de terror
ahogado,
desnudo,
ante su propia muerte.
Entonces llegan ellas, las palabras,
que me enredan en su cuerda
y yo me quedo absorta en la pequeña luz
que se cobija en sus fonemas.
Me estorba todo y no quiero verlas.
No les importa. Ellas insisten.
Revolotean y brincan a mi alrededor
inocentes, saltarinas, descaradas,
ilusorias, aventureras, muy coquetas,
soñadoras.
Y no sé cómo ni cuándo,
porque todo es repentino y simple,
como un prodigio, porque casi sin notarlo,
ellas me salvan.
ellas me salvan.
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