Como si nunca
hubiera habido un solo templo
y la vida por
sí sola fuera suficiente y nos bastase,
así quiero
rezar,
llena de
agradecimiento y compasión,
lejos de
cualquier clase de miedo.
No en el
símbolo que penetra en lo ancestral
de una
conciencia que permanece sin saberlo,
aun dormida.
Rezar a la
Gran Obra de la vida.
Desde el
sencillo átomo a lo que
por complicado, no comprendo.
A la brisa,
a la montaña,
al agua
en cada una
de sus manifestaciones.
Lágrima o
brillo de estrella,
en la nube, en el sol
en la
abundancia de la tierra salvaje
y la labrada.
Rezar como lo
hace el ave en su vuelo,
la flor en el
aroma, la roca desde el suelo,
latiendo mis
manos al amor
que no
condena ninguna forma de expresarse,
ni desde el corazón más frío,
ni desde lo más apasionado
de mi más desmesurada mente.
La vida que se abre y ramifica
en miles de fórmulas físicas y químicas
entre branquias, escamas, plumas y variados aleteos,
en una atmósfera que respiran
las más de 8,7 millones de especies
conocidas del planeta.
A los seres que comienzan
y a todos los que se marchitan y nos dejan.
quiero rezarle cada día.
Rezar con música, con danza y movimiento,
con risa, aficiones y alegría,
rezar desde el crisol que genera
la variedad de mis silencios.
Llegar desde mi paz hacia la paz
del ojo único del corazón
que no necesita saber formular las buenas preguntas
para que lleguen auténticas y solas,
las respuestas.