y corre sin parar
en los pasillos de la casa y del colegio,
Si lo miro entretenida,
me atraviesa en lo enigmático del tiempo.
Lucas me abraza con el asombro que guardaron para sí,
las manitas de los olmos y abedules
y replica en su mirada, los caminos recorridos
por los cantos de los mares más azules.
Mis poemas pueden ser secuencias de entramados tristes
y me dejo llevar, y no lo cuento,
pero solo si estoy con él o, si nada más lo observo,
todo lo que amarga en mi tonos cenicientos,
regresa a sus matices, a su origen,
y la vida me sonríe aún más viva,
y el amor que llevo en mí, de pronto llega en un bucle de color que se ilumina.
Ay, niño prodigioso, que en cada movimiento, en cada gesto,
me entregas el color de tu inocencia.
Se ha ponido roto el helicóptero salvaje que vuela en la luna fugaz de los cocoles.
Y el poema comienza a susurrar y se hace asombro y guiño.
Y lo mejor de todo, es que ahora comprendo, desde algo muy profundo,
que hay códigos de amor
en los que nunca habrá distancias insalvables.
Y me pliego y repliego ante la esencia de este niño
como si me hallara frente al legado
del más irrenunciable manuscrito
al que cantan sin cesar,
los amores que aligeran nuestras almas.