domingo, 11 de noviembre de 2012

ME MANCHÉ LAS MANOS



Me manché las manos
y fue el agua purificadora y tibia
la que limpió mi piel.
Entre mis dedos se deslizaba gota a gota
y la retuve entre las palmas
como jugando a sujetar el tiempo.
Era lo espontáneo,
la imprevista decisión
de convertirlas en algo diferente,
en algo parecido a un simple cuenco.
Avecillas y palomas podrían beber sin temor
en mi improvisada y pequeña fuente.
Cuando se me mancha el alma,
es un dolor profundo y sombrío,
misterioso, sin eco en su silencio,
una mañana triste y larga en la que no amanece.
Cuando se me mancha el alma
no hay agua que la limpie,
no hay nada entre mis manos
y en mi garganta se queda el grito de terror
ahogado,
desnudo,
como se queda el ser ante la enfermedad,
ante su propia muerte.
Entonces llegan ellas, las palabras,
que me enredan en su cuerda
y yo me quedo absorta en la pequeña luz
que se cobija en sus fonemas.
Me estorba todo y no quiero verlas.
No les importa. Ellas insisten.
Revolotean  y brincan a mi alrededor
caprichosas, bravuconas, 
inocentes, saltarinas, descaradas,
ilusorias, aventureras, muy coquetas,
soñadoras.
Y no sé cómo ni cuándo,
porque todo es repentino y simple,
como un prodigio, porque casi sin notarlo,
ellas me salvan. 


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